Las ilustraciones que acompañan este post y que aparecen en el libro son obra de Marta Hernández Galán. En este proyecto también colabora la marca de joyas Pandora y en sus tiendas a lo largo de todo el día se entregará gratuitamente este libro por la compra de alguna de sus piezas. En el libro también se encuentran códigos QR que pueden leerse con cualquier Smartphone para acceder al contenido online. Sin embargo esta no es la única forma de acceder a los relatos. Desde hoy en la web de la Asociación Española contra el Cáncer (www.aecc.com) también podéis leer el libro integro con acceso directo a los archivos enlazados de los relatos y tenéis la posibilidad de compartirlos en las redes sociales. Además en la aplicación de Facebook (https://apps.facebook.com/nosotras-aecc/) puedes no sólo compartirlo, sino dedicarlo a personas concretas con la dedicatoria personal que quieras incluir. No sé a vosotras pero a mí la iniciativa me parece bonita y original.
De los siete relatos he querido dejaros dos, el de Marta Robles y el de Beatriz Peña. El por qué de la elección es porque las dos son grandes amigas con las que he compartido, y estoy segura de que compartiré, muy buenos momentos. Ambos son obras literarias de ficción y para su elaboración las autoras han gozado de libertad de creación, por lo que no tiene que reflejar fielmente la realidad y aspectos médicos, psicológicos y sociales relacionados con la enfermedad. Ahí van:
TAMBIÉN ES MI PECHO, por Marta Robles
“Cuando me entregaron el sobre blanco tamaño folio, con los resultados de los análisis, no dudé ni un segundo en abrirlo. Siempre lo hacía, pese a las quejas de mis médicos, porque había aprendido a reconocer, aunque no fuera estrictamente, los valores que aparecían reflejados. Así que lo abrí. Y lo hice con la despreocupación de quien se encuentra perfectamente y no espera sorpresas. Comencé a revisar cifras y letras con la tranquilidad de quien lee la lista de la compra, hasta que llegué a “aquello”. “Aquello” no era normal. Es más, si me hubieran dicho que los análisis pertenecían a otra persona habría pensado, sin dudar, que se trataba de un cáncer. Pero eran míos. “¿Cáncer yo? Seguro que no…” deseché.
El resto fue todo tan rápido que no lo recuerdo con demasiada nitidez. Un bultito en el pecho, una biopsia y una conclusión veloz y tajante: Tenía cáncer de mama.
El médico me aseguró que no pasaba nada y que no era el fin del mundo, mientras volcaba cubos de estadísticas en la conversación. “Éste tanto por ciento de mujeres padece cáncer de mama cada año, y éste tanto por ciento lo supera… Lo importante es el diagnóstico precoz… Y del tanto por ciento que se diagnostica precozmente, se salva un tanto por ciento muy elevado…”
Yo, que aún no me sentía un tanto por ciento, no le escuchaba. Sólo pensaba en mi pecho, en esa bolita de carne blanca coronada por un pezón rosado, que me había acompañado toda mi vida. La misma que descubrí por primera vez ante mi primer novio, en un coche minúsculo, y que él recorrió con su mano temblorosa… La que años más tarde condujo a la locura a mi marido beso a beso… La que cada uno de mis hijos había convertido en biberón y chupete… Apenas tenía treinta y cinco años, pero eran tan solo doce o catorce menos de los que había convivido con aquel pecho, que ahora me decían que llevaba escrita la muerte en su interior.
—Así de claro —me dijo el médico— o te lo quitamos o te mata.
La misma tarde de la noticia, pocas horas después de saber que ese pecho dejaría de ser mío para siempre, me lo miré en el espejo. No era demasiado grande, pero tenía una bonita forma. “Caído para arriba, como los de las modelos” solía decir mi marido. Seguramente no era para tanto. Pero era mi pecho. Y allí, reflejado en esa luna, idéntico al otro, me parecía insustituible.
Me dijeron que la operación tenía que realizarse de inmediato. Y también, que salvo error, no cabría la posibilidad de que lo conservara. Ni el pezón siquiera.
—¿Tampoco el pezón? —pregunté con más temor a perderlo que a la misma muerte que acechaba desde sus adentros.
Tampoco el pezón. Lloré sola en el lavabo del hospital tras haber visto las prótesis y después de las bromas de siempre: “vamos, anímate, que te vamos a dejar un escote de actriz de Hollywood”. No me dio tiempo a pensar más. Tenían que intervenirme sin dilación, y así lo hicieron. La operación salió bien. Me reconstruyeron el pecho casi al tiempo que me extirpaban ese monstruo que se había colado en el original . Luego vino la quimio, la radio… Según algunos el riesgo de colocarme un pecho nuevo durante el tratamiento era una estupidez… Según algunos que, naturalmente, o no tenían cáncer o no tenían pecho… El resto entendió que no quisiera pasar por el trance de un riesgo mortal con un agujero en el cuerpo. Soporté bien las naúseas y hasta quedarme sin cejas, sin pestañas y sin pelo, pero creo que si hubiera tenido que luchar contra el cáncer sin pecho, sencillamente, me habría muerto.
Todo pasó hace ya tres años. Y ahora estoy embarazada. Tengo cicatrices en un pecho, sí. Pero estoy viva y ambos me parecen perfectos. Ahora sólo deseo que, igual que mi marido y compañero en este camino de superación, llena de piropos mi pecho nuevo, mi hijo, este pequeñín que llevo en la tripa, duerma sobre él, como antes hicieron sus hermanos con el antiguo. Será un milagro. El que constate que ya no tengo cáncer y que éste que me han colocado, y que a partir de ahora comenzará a acumular sus propios recuerdos, también es mi pecho”.
LA REINA DE LA BELLEZA, por Beatriz Peña
“Lo tenía todo, pero no sabía que algún día repentinamente podía perderlo. Ni siquiera le daba importancia cuando se miraba al espejo. Había nacido con demasiados dones y estaba tan acostumbrada a que la llamaran guapa que incluso llegaba a molestarla. Odiaba los piropos, eran esa constante incómoda a la que nunca sabía qué responder. ¡Qué guapa! “Sí, claro, qué guapa y lo demás qué… No soy un trozo de carne con ojos”, pensaba ella. También llamaba la atención su esponjosa y abundante melena. —¡Qué cantidad de pelo y qué largo…! —decían sus amigas. —Sí, me crece mucho”—contestaba con resignación.
También se le llegaba a hacer pesado tener tanto pelo. Estaba más cómoda con el cabello corto, muy corto. En una ocasión se pasó la maquinilla al uno, mucho antes que Sinead O’Connor lo pusiera de moda. Estaba tan segura de su enorme atractivo que se empeñaba en intentar boicotear esa poderosa belleza que la tenía un tanto atormentada, demasiado expuesta ante los ojos de los demás. Sentía sus miradas clavarse y detenerse en ella. Más de una vez cuando observaba a desconocidos mirándola fijamente les sostenía la mirada con valentía e indignación hasta ver cuándo acababa la invasión visual. Resultaba muy violento.
Sin proponérselo había tenido que huir de plúmbeos admiradores a causa de esa belleza imposible de esconder que la comprometía. Le asustaba provocar esas pasiones y tener que declinar proposiciones de todo tipo y a muchos tipos diferentes. Un éxito que no merecía y tampoco sabía cómo manejar. ¡Precioso y complicado don el de la juventud y la belleza! Un combinado fuerte que acaba gustando. Llegó a acostumbrarse a las lindezas justo cuando ya había otro tren calentando motores hacia otro destino que la llevaría con la aceleración de una locomotora a tumbarse en el quirófano y cumplir con el diagnóstico que iba a cercenar de raíz parte de esa belleza regalada y que un maligno tumor le iba a robar. Un golpe seco, directo al centro de su escote, produjo un cambio de vía y de dirección en su viaje. Próxima parada: mastectomía por cáncer de mama.
Su mirada azul se congeló del susto, la melena se perdió bajo la almohada y la luz del rostro huyó del espejo del baño. Con un seno desinflado hay quE recomponer la belleza de la vida y la tuya propia. Durante el tratamiento la suavidad de la piel se tornó en sequedad y aspereza. Hasta las uñas de los dedos de los pies y las manos se volvieron frágiles y quebradizas.
Pero ella quería seguir como siempre, sin acaparar miradas, ahora de extrañeza. No podía presentarse así, con esa pinta, ante sus amigos y familiares porque su nueva imagen era bastante más radical que cualquier look por el que hubiera pasado en sus mejores años. A simple vista, cualquiera podría adivinar que estaba enferma de cáncer y siguiendo un cruel tratamiento de quimioterapia con sus evidentes secuelas: cara de espectro, calva de lama tibetano, piel color acelga y unas cuantas cicatrices mentales que habían nublado su rostro, cariacontecido y desvaído, preso de una nueva mímica facial.
Decidió fingir que no era una radiografía, que seguía siendo ella, la misma de siempre y así nadie advertiría el cambio. Una imagen tiene tanto poder… Empezó a maquillarse como jamás lo había hecho, seleccionando unos tonos tan bronceados que conseguían hacerle buena cara. Delineaba sus despobladas cejas con precisión puntillista y animaba mejillas y labios con sonrojada naturalidad artificial.
Y coronando su rapado forzoso: una peluca pelirroja; el tocado profesional para el camuflaje total. De cabello natural, pero un casco que cuando el calor, ese calor interno de la medicación, se aliaba con el sol, complicaba sus sudorosas apariciones en público. Poco a poco empezó a sustituir el postizo capilar por gorras y coloridos pañuelos algo más livianos.
Superó la prueba de ir a calva descubierta por pura comodidad. “¡Qué más da!” dijo un día. La gente seguirá mirando. Pero, esta vez, los motivos eran radicalmente diferentes. Ella misma había visto a otras mujeres que estaban culminando el tratamiento y mostraban con valentía su cabeza descubierta con pelo incipiente, como un transformista al final del espectáculo enseña al mundo su verdadera condición, paciente en tratamiento de quimioterapia. Eso le ayudó mucho a salir de debajo de aquella moderna peluca y dejarla en el armario definitivamente.
Se animaba enseguida, no quería mirar el lado oscuro ni escarbar feos rincones. Veía belleza por todas partes y si no la pintaba en mandalas multicolores.
En un ataque más de optimismo, pensó que algún día todas las enfermas de cáncer de mama irían sin peluca y con su pecho desinflado como valientes amazonas, con el cuello erguido y un porte elegante, sin haber perdido las ganas de seguir luchando y mostrar así su verdadera belleza al mundo. Sin dolor, sin pudor, sin miedo, tal y como son de verdad, incluso en su peor momento.
Demasiadas fantasías, pensó. El mundo aún no está preparado para este tipo de belleza real. Tendría que seguir viviendo pegada a una prótesis de látex que ocultara esa bonita cicatriz que dibujaba un escote asimétrico e impar.
¿Por qué no podía ser ella como esas estatuas mutiladas por mil batallas que había en los museos de medio mundo? Decididamente la mutilación de uno de sus senos había roto su equilibrio físico y mental. Era una muñeca rota que necesitaba reconstruirse de nuevo. Necesitaba un buen cirujano estético que diera volumen y forma a su teta perdida en la batalla. Otra operación con anestesia total. ¿Cómo se sentiría al despertar de ese sueño inducido? ¿Podría recuperar en el quirófano todo lo que había perdido con su cáncer de mama? ¿Realmente sólo buscaba una talla de sujetador: 90 copa B? Sólo eso, lo demás que había perdido le había venido bien y no quería recuperarlo: narcisismo, vanidad, soberbia, orgullo, altanería, egoísmo, falta de sensibilidad, complejo de superioridad, desdén.
Por otra parte había desarrollado sentimientos que no tenía antes y que sabía no iba a perder tan fácilmente. Aprendió con paciencia a ver la verdadera belleza de los demás y la suya propia. Antes no tenía ni idea. Por fin, ahora su belleza era más serena y agradecida con el mundo”.
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